Día 365+71
Comentando lo que me despierta la lectura de:
Funke, Cornelia: Las gallinas Locas. El secreto de la felicidad. (Traducción del Alemán: María Alonso) Barcelona, Ediciones B, 2006.
Funke, Cornelia: Las gallinas Locas. El secreto de la felicidad. (Traducción del Alemán: María Alonso) Barcelona, Ediciones B, 2006.
Yo he tenido pocas veces la fortuna de montar un caballo,
y esto sólo ha sido posible cuando estaba más chica y pagaban mis padres para
hacerlo. Recuerdo que es una sensación de los más agradable, el sentir el suave
vaivén de sus andar, el movimiento cálido de su cabello y sentir su firme y
largo cuello.
“Impulsado por la
curiosas, el animal pasó su enorme cabeza sobre la cerca, olisqueó aquellas
manos desconocidas, retrocedió asustado y luego volvió a acercase. Sin pensarlo
dos veces, Sardine comenzó a acariciarle el hocico.[…]” (p.56)
Pero una cosas es montarlo y otras tenerlo muy cerca
estando uno a bajo de el. Son animales tan bonitos e imponentes que es difícil
describir lo que trasmiten. Seguramente has escuchado, al igual que yo, que los
caballos pueden percibir tu estad de ánimo, temperamento, y que si a uno de
ellos no les inspiras tranquilidad, es casi seguro que no querrán que lo toques
o lo montes, y ni hablar de la fuerza con la que puede patear, al grado de
romper un rostro.
Me encantaría poder volver a montar uno, aunque sea sólo
por un ratito al lado de mi hijo.[1]
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