Día 8
Lectura: Herta
Müller: Todo lo que tengo lo llevo conmigo. Madrid, Santillana Ediciones
Generales (Punto de Lectura), 2011.
No cabe duda que los
seres humanos no buscamos la muerte, al contrario. Nos aferramos a una imagen, una palabra o una
tradición, lo que sea para no morir. Si es una madre en espera de su hijo o
esposo que se fue a EU con la ilusión de un “mejor” futuro, los tiene presente
en pensamiento y es común recibir fotosno olvidarlos, mantenerlos frescos en la
memoria y no perder la fe de su regreso. O como nuestro personaje que gracias a
la frase que le dice su abuela: “SE QUE VOLVERÁS” (p. 19), antes de ser
reclutado en el campo de concentración, lo
mantiene con deseos de vivir. O él mismo que construye “[…] un árbol de alambre
[…] El árbol de Navidad estaba encima de la mesita […]. Nuestros recuerdos nos
pueden salvar del peligro. He escuchado que hay personas que dicen que al estar
en una situación de peligro en su mente pasa un video de su vida en un sólo segundo,
y gracias a esto, si salen vivos, revaloran lo que tienen o tuvieron. La
nostalgia de lo que fuimos nos podemos mantener a flote.
Imaginemos una escena
en donde estamos con un tequila (bien podría ser cualquier otra bebida) y música
que nos transporte a algo que anhelamos: nuestros sentimientos son disparados a
través de nuestra piel. Se nos pone la piel de gallina y hasta lloramos. Traemos
de esta forma, al momento, al amado, al hijo, a lo que quisiéramos que regresara.
Tal vez por esto las cantinas tengan tanto éxito, porque gracias a los efectos
de alcohol, o el pulque; la música y la
conversación muchos pueden tener momento de total desprendimiento sentimental.
Por escenas como
estas puede una persona en un campo de concentración salvar su vida:
“[…] Trudi Pelikan
dice que nosotros de todos modos ya no podemos andar y sólo podemos bailar, que
somos algodón grueso con agua que se balance y huesos maltrechos, más débiles
que los redobles de tambor.[…]” (p. 135)
Los recuerdos, los
anhelos de lo que se fue en una situación así, cuando no hay esperanza del futuro,
sólo queda aferrarse al pasado. Es una forma de sobrevivir. Pensaba en mis
abuelitos, ellos constantemente recurrían a su pasado, de hecho en los últimos
años de su vida, su verdadero interés estaba en los que ya habían vivido. Tal
vez ellos también se aferraban así a la vida.
Si regresamos a
nuestro personaje, que está tratando de sobrevivir en el campo de
concentración, podemos notar una fuerte aferrasión a las palabras. La comida es
sustituida por las palabras que las denotan:
“Era la época de pielyhueso,
de la enterna sopa de col. Kapústa por la mañana al levantarse, Kapústa por la
noche después del recuento. KAPÚSTA significa col en ruso[…] Todo hambriento
crónico tiene sus propias preferencias, palabras de comida raras, frecuentes y
continuas. A cada uno le gusta más una palabra que otra. El hambre ciega es la
que, mejor ve la comida. […] (pp. 143 y 144)
Porque las palabras son
lo único que se puede distinguir en un campo así, donde “Desde la calidad de
hombrecillos de huesos y mujeres de huesos éramos asexuados unos para otros, el
ángel del hambre se apareaban con cualquiera” (p. 144) El decir él o ella, no
tiene significado. Cuando una persona es objetivada a este punto pierde toda
diferencia biológica. Ya no importa el
placer sexual, ni los grandes manjares, sólo los recuerdos, sólo las palabras.
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