miércoles, 21 de marzo de 2012

Sobre los abetos y más.


Día 8

Lectura: Herta Müller: Todo lo que tengo lo llevo conmigo. Madrid, Santillana Ediciones Generales (Punto de Lectura), 2011.
 
No cabe duda que los seres humanos no buscamos la muerte, al contrario. Nos  aferramos a una imagen, una palabra o una tradición, lo que sea para no morir. Si es una madre en espera de su hijo o esposo que se fue a EU con la ilusión de un “mejor” futuro, los tiene presente en pensamiento y es común recibir fotosno olvidarlos, mantenerlos frescos en la memoria y no perder la fe de su regreso. O como nuestro personaje que gracias a la frase que le dice su abuela: “SE QUE VOLVERÁS” (p. 19), antes de ser reclutado en el campo de concentración,  lo mantiene con deseos de vivir. O él mismo que construye “[…] un árbol de alambre […] El árbol de Navidad estaba encima de la mesita […]. Nuestros recuerdos nos pueden salvar del peligro. He escuchado que hay personas que dicen que al estar en una situación de peligro en su mente pasa un video de su vida en un sólo segundo, y gracias a esto, si salen vivos, revaloran lo que tienen o tuvieron. La nostalgia de lo que fuimos nos podemos mantener a flote.

Imaginemos una escena en donde estamos con un tequila (bien podría ser cualquier otra bebida) y música que nos transporte a algo que anhelamos: nuestros sentimientos son disparados a través de nuestra piel. Se nos pone la piel de gallina y hasta lloramos. Traemos de esta forma, al momento, al amado, al hijo, a lo que quisiéramos que regresara. Tal vez por esto las cantinas tengan tanto éxito, porque gracias a los efectos de alcohol, o el pulque;  la música y la conversación muchos pueden tener momento de total desprendimiento sentimental. 

Por escenas como estas puede una persona en un campo de concentración salvar su vida:
“[…] Trudi Pelikan dice que nosotros de todos modos ya no podemos andar y sólo podemos bailar, que somos algodón grueso con agua que se balance y huesos maltrechos, más débiles que los redobles de tambor.[…]” (p. 135)

Los recuerdos, los anhelos de lo que se fue en una situación así, cuando no hay esperanza del futuro, sólo queda aferrarse al pasado. Es una forma de sobrevivir. Pensaba en mis abuelitos, ellos constantemente recurrían a su pasado, de hecho en los últimos años de su vida, su verdadero interés estaba en los que ya habían vivido. Tal vez ellos también se aferraban así a la vida.

Si regresamos a nuestro personaje, que está tratando de sobrevivir en el campo de concentración, podemos notar una fuerte aferrasión a las palabras. La comida es sustituida por las palabras que las denotan: 

“Era la época de pielyhueso, de la enterna sopa de col. Kapústa por la mañana al levantarse, Kapústa por la noche después del recuento. KAPÚSTA significa col en ruso[…] Todo hambriento crónico tiene sus propias preferencias, palabras de comida raras, frecuentes y continuas. A cada uno le gusta más una palabra que otra. El hambre ciega es la que, mejor ve la comida. […] (pp. 143 y 144) 

Porque las palabras son lo único que se puede distinguir en un campo así, donde “Desde la calidad de hombrecillos de huesos y mujeres de huesos éramos asexuados unos para otros, el ángel del hambre se apareaban con cualquiera” (p. 144) El decir él o ella, no tiene significado. Cuando una persona es objetivada a este punto pierde toda diferencia biológica.  Ya no importa el placer sexual, ni los grandes manjares, sólo los recuerdos, sólo las palabras.

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