jueves, 23 de mayo de 2013

A caballo


Día 365+71
Comentando lo que me despierta la lectura de:
Funke, Cornelia: Las gallinas Locas. El secreto de la felicidad. (Traducción del Alemán: María Alonso) Barcelona, Ediciones B, 2006.



Yo he tenido pocas veces la fortuna de montar un caballo, y esto sólo ha sido posible cuando estaba más chica y pagaban mis padres para hacerlo. Recuerdo que es una sensación de los más agradable, el sentir el suave vaivén de sus andar, el movimiento cálido de su cabello y sentir su firme y largo cuello.


 “Impulsado por la curiosas, el animal pasó su enorme cabeza sobre la cerca, olisqueó aquellas manos desconocidas, retrocedió asustado y luego volvió a acercase. Sin pensarlo dos veces, Sardine comenzó a acariciarle el hocico.[…]” (p.56)



Pero una cosas es montarlo y otras tenerlo muy cerca estando uno a bajo de el. Son animales tan bonitos e imponentes que es difícil describir lo que trasmiten. Seguramente has escuchado, al igual que yo, que los caballos pueden percibir tu estad de ánimo, temperamento, y que si a uno de ellos no les inspiras tranquilidad, es casi seguro que no querrán que lo toques o lo montes, y ni hablar de la fuerza con la que puede patear, al grado de romper un rostro.


Me encantaría poder volver a montar uno, aunque sea sólo por un ratito al lado de mi hijo.[1]










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